¿Quién teme al lobo feroz? (o de la Metáfora Paterna)

Hoy venimos lacanianos, queridos lectores. Y para no escatimar en significantes poderosos y apabullantes, traemos de la mano a la Metáfora Paterna. Efectivamente, hoy hablamos de los tiempos del Edipo lacaniano y por lo tanto, del Nombre del Padre.

Lacan retoma el complejo de Edipo formulado por Freud, y le da una vuelta de tuerca, formulándolo como algo simbólico, que sucede en el ámbito del lenguaje. Para Lacan, el complejo de Edipo es «la introducción del significante«, y lo plantea en tres tiempos lógicos (que no cronológicos) que se dan en determinada sucesión.

Y para comenzar como mandan los cánones -esto es, por el principio-, volvamos a ese estado tan goloso para cualquier faltante que se precie: el Yo ideal, del que ya os he hablado en algún que otro post.

Primer tiempo:

En el primer tiempo, tenemos al niño en un estado de Yo ideal, de simbiosis con la madre, con un Yo indiferenciado de ella. Como ya sabéis, se trata de un estado patológico, donde el niño es omnipotente y ni siquiera goza del estatus de individuo. Es un estado de narcisismo primario (del autismo más severo), en el que no hay límites entre Yo y el otro (o la Otra). Para romper esta relación simbiótica, la madre ha de crear la primera frustración, apartando el pecho (o el biberón, o simplemente, mostrando que no es omnipresente). Gracias a esta primera frustración, tenemos a nuestro niño diferenciado de aquella Otra, de su madre, siendo ya un individuo de pleno derecho, con un Yo propio y que le distingue de los demás. Sin embargo, no está todo el trabajo hecho: ahora tenemos una madre omnipotente, percibida por el niño como no faltante, como todopoderosa y con una ley propia. La madre castrada ha ubicado al niño como falo (de manera inconsciente), sintiéndose completa y del mismo modo, el niño se ha identificado a aquello que supone es el objeto de deseo de su madre, o sea, el falo. Lacan dice «Para gustarle a la madre,… basta y es suficiente con ser el falo«. Tenemos, como dice Lacan, la tríada imaginaria: el niño, la madre (el deseo de) y el falo. Es necesario el advenimiento de un tercer agente para romper esta ecuación.

Segundo tiempo:

En el segundo tiempo hace acto de presencia el temido Nombre del Padre. La madre, percibida como omnipotente por el niño, se ha de mostrar faltante por un agente externo: el padre simbólico. De este modo se evidencia que existe ley por encima de la madre, la ley del Nombre del Padre. El padre (como representante simbólico) ejerce una función de privación: por un lado, priva a la madre de la ilusión de ser fálica (no faltante), diciéndole que no puede reincorporar a su producto; por otro lado, priva al niño de la identificación al falo, diciéndole que él no es aquello que le falta a su madre. El padre simbólico se erige como representante de la ley, provocando la castración simbólica y todo lo que ello conlleva…

La Metáfora Paterna desencadena la creación de la primera represión, la Represión Originaria Constituyente (ROC): el falo, por obra y gracia del Padre simbólico, queda desterrado de lo Real, y es reprimido por el niño, constituyéndose como el primer significante que inaugura el terreno de lo Simbólico. De este modo, queridos lectores, se instaura una nimiedad para nuestras vidas: el deseo.

Con la castración simbólica, tenemos un niño con su Simbólico recién estrenado, y una madre que aparece por vez primera (para el niño) como faltante, y por ende, deseante. La madre está ahora bajo la ley de Otro, que además posee el objeto de su deseo. De este modo, el Padre es percibido por el niño como ley y como fálico.

¿Todo correcto? No del todo, queridos faltantes. Aún falta el broche final: el tercer tiempo.

Tercer tiempo:

Por último, en el tercer tiempo el Padre ha de abandonar esa «impostura simbólica», y mostrarle al niño que no es Ley en sí mismo, sino que la representa; que no es falo, sino que lo tiene. Para hacer las cosas bien, el padre ha de mostrarle al niño la verdad sobre la castración: que él mismo también está sometido a ley, que existe algo por encima de él, que también él es faltante. Que tanto el falo como la ley son instancias simbólicas, y por lo tanto, están más allá del alcance del niño, de la madre, o del padre. El «verdadero» falo se encuentra en la cultura, y está por encima de todos nosotros. De esta forma, la salida del Edipo supone el paso del ser (falo) al tener (falo). Gracias a esta última acrobacia del padre simbólico, se permite la identificación del niño con él.

Y con esto, los tiempos del Edipo lacaniano. Sencillo, ¿verdad? Comencemos ahora con las preguntas incómodas…

¿Es necesario un padre siempre? ¿Y en los casos que ha fallecido, que está ausente, en familias monoparentales, en parejas de lesbianas, etcétera? El Nombre del Padre es un símbolo, una función, no importa quién la realice: lo importante es que exista un representante simbólico de la ley, que actúe como límite entre el deseo de la madre y el niño. Se llama Metáfora Paterna porque el Nombre del Padre se conforma como una metáfora sustitutiva del deseo de la madre, interponiéndose así entre ella y el niño. No es necesario que haya un padre, ni siquiera un hombre, lo necesario y primordial es que la madre deje ver al niño que existe una ley por encima de ella, que está sometida a un agente externo. Un padre, un abuelo, un profesor del colegio, un personaje de una serie de ficción, incluso el lobo feroz y aterrador de los cuentos, es susceptible de representar esa función. «¡Qué viene el Coco!» nos decían de pequeños para irnos a la cama sin rechistar. Pero es vital que esa función sea reconocida por la madre. La mano que mece la cuna, queridos lectores. Si el Nombre del Padre no está presente en el discurso de la madre, entonces nos movemos en derroteros mucho más tenebrosos que los neuróticos… Pero eso, ya lo hablaremos detenidamente en otro post. Hasta la vista, queridos faltantes.

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