Hoy pongo sobre la mesa un tema que me interroga últimamente: la pereza. Es menester decir que habrían dos tipos: la normal (inofensiva, digamos) y la patológica. Mi interés radica en la segunda.
Empezaré echando un ojo brevemente a los siete pecados capitales, aquellos que engendran el resto de pecados humanos: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. La pereza es el cuarto de los pecados capitales y junto con la envidia son los únicos que no corren en el sentido del exceso. Es más acertado considerarlos una pasión negativa con un denominador común: la impotencia. Pero ¿Impotencia de qué? Vayamos a por algo de contexto. Antes de abandonar la referencia a estos siete jinetes de la vergüenza cristiana os recuerdo y anticipo el papel protagonista de la culpa en el fenómeno del pecado, pero también en la escena del sujeto perezoso, desde la lente psicoanalítica.
Antiguamente la pereza era conocida como acidia. Revisando varias definiciones de pereza, la podemos entender como un estado de indolencia, negligencia o dejadez a la hora de realizar actividades o tareas necesarias o prescritas. También se entiende como la falta de esfuerzo o dedicación para realizar tales tareas. Inspeccionando la etimología de “acidia” -concepto más amplio- me llevé una sorpresa al ver que proviene de motes tales como “preocupación” y “odio“. Además, su definición refiere un “estado emocional de dolor y descontento” también relacionado con la tristeza o la depresión. Ahora hemos de quitarnos de la cabeza aquello que se nos representa cuando pensamos en una persona perezosa u holgazana en tanto que disfruta no haciendo nada. Al menos aquí, nos vamos a referir al paciente “perezoso” como aquel que se encuentra inmovilizado o paralizado de forma patológica, incapaz de llevar nada a cabo, seguramente instalado en la queja y en el goce.
(Atención a la familiar figura del fondo que vigila la escena de los campesinos…)
Resulta fructífera la costumbre de remitirse a los orígenes de lo que se está investigando para intentar comprenderlo mejor. Vamos allá. Antiguamente el ser humano no tenía la opción de ser perezoso. Hablamos del humano prehistórico que, al igual que los animales, actuaba en base a necesidades siempre ubicadas en el presente: si tenía hambre salía a cazar, si tenía sueño, dormía, etc. Por lo tanto no dejaba nada para el futuro, no hacía planes ni había que esperar resultados futuros de esos planes (al menos nada muy elaborado). El esfuerzo o actividad realizada conllevaba inmediatamente una recompensa (o frustración) que zanjaba el tema. Eran movidos por la necesidad y también por la curiosidad, si queréis, que no deja de ser un ardid de la naturaleza para conocer mejor el entorno, al servicio de la adaptación y la autoconservación. Supongamos, ahora, el paso de toda una eternidad mientras acontece la evolución humana hasta nuestros días. Aparece la autoconciencia, el lenguaje y todo lo que ello conlleva. Aparece el concepto de “tiempo” -simbólico- y con él el pasado, presente y futuro. Ahora el ser humano reconoce su pasado, vive en el presente y tiene en cuenta el futuro (idealmente). Ahora existe la falta y el deseo.
No olvidemos que la pereza es hija de la neurosis. Y como toda neurosis, aparece sólo cuando las necesidades básicas están garantizadas y satisfechas. Así pues, no encontraremos pereza (ni mucha de la prole neurótica) en tiempos de guerra, ni en el tercer mundo, donde la gente se ha de ocupar a tiempo completo en arreglárselas para sobrevivir.
Imaginemos al paciente aquejado de pereza. Tendríamos tres puntos fundamentales que cohabitarán en el proceso:
1-. El sujeto ha claudicado de su deseo. Las razones pueden ser varias como, por ejemplo, porque ya no encuentra beneficio alguno o porque durante el camino se ha convencido de que no vale la pena el esfuerzo o que nunca será suficiente, etc. En resumen, ha desfallecido en el intento.
2-. A esto se le ha de sumar la resistencia frente a la elección. El paciente se resiste a decidir o elegir (esencialmente en lo que se refiere a cuestiones importantes de su vida) por no poder asumir la pérdida de todas las otras elecciones que quedan descartadas ni la responsabilidad de las consecuencias de lo elegido. Esta negativa a la decisión (implica resistencia a la castración) se traduce en inmovilización.
3-. Por otra parte, si no elige nada no podrá ser culpado de nada. La responsabilidad de su suerte queda desplazada a un Otro al que dirigirá sus reclamos y quejas (analista, Estado, marido).
Esta alineación de fenómenos inconscientes convoca a la pereza, viscosa criatura que invita al sujeto a una especie de refugio incómodo donde habrá de deshojar la caprichosa margarita del goce. Uno irá adentrándose poco a poco en un lago de afectos depresivos, de impotencia y frustración y tantos otros afectos que serían propios de cada estructura de personalidad.
Se podría pensar que el sujeto perezoso evita realizar aquello que ha de hacer y lo sustituye por otros quehaceres más placenteros. Esa sería la idea si no fuera porque esta inmovilización, este dejar de hacer aquello que a uno le corresponde convoca a la instancia superyoica, que no ha de tardar en soplar los vientos de la culpa hacia el semblante perezoso. Ay! Y, entonces, se encuentra el sujeto atascado en un limbo atemporal y aferrándose a la tristeza y al lamento como lo único tangible a su corto abasto. Porque la pereza acabará encontrando a la tristeza y ésta, líquida en el infierno de Dante, era representada a modo de agua nauseabunda de la que no pueden zafarse los condenados, hundiéndose cada vez más en ella y complaciéndose en su estado.
Infierno de Dante, Canto VIII, líneas 27-29. Ilustrado por Gustave Doré
Pero invitemos ahora a Lacan a esta tertulia. Lacan habla de la depresión como una cobardía moral -y yo veo esto directamente relacionado con la pereza-: una cobardía íntima definida en términos de renuncia hacia el propio deseo. Un rechazo del deseo inconsciente, de reconocerlo, seguirlo, descifrarlo. El deseo se le antoja al perezoso (y al triste, y al deprimido) inalcanzable, esquivo y siempre tan lejano. Ha llegado a un punto en el que lo quiere ahora, aquí, ya. Entonces vuelve a entrar en juego el discurso de nuestra sociedad actual, la sociedad líquida que dijo Zydmund Bauman, creadora de falsas necesidades y dispensadora hasta niveles obscenos de gratificación inmediata. Ella, susurra y mercadea con falsos deseos, desnaturaliza el deseo inconsciente y lo tacha de insufrible. Lo reduce al “quiero” de tantos y tantos otros objetos mucho más fáciles de alcanzar, inmediatos, brillantes. Hablamos de una época donde acontecemos, impasibles, a la decadencia de lo simbólico, de la palabra, de la ley. Observamos jubilosamente la caída aparatosa de aquellos ideales palpitantes de significado y, en su lugar, se erige el derecho adoctrinador a tener lo que queramos cuando queramos, al goce fácil y al imaginario barato. Este cambio ha hecho un flaco favor al sujeto faltante, haciendo proliferar maravillosos brotes de pereza, de tristeza y demás desencantos que enquistan las mentes de quienes no pueden (evidentemente) seguir el ritmo y las exigencias de ese Otro excesivo y perverso que sonríe grotescamente mientras se aleja a grandes zancadas con lo que, creemos, es nuestro deseo.
Llegada a cierto nivel, la pereza es especialmente peligrosa pues va acercando paulatinamente al paciente al vacío, a la nada. Ese limbo del que hablamos, ese no hacer nada genera una desazón que se traduce en empezar mil cosas a la vez y no terminar ninguna o en la procrastinación (dejarlo todo para mañana). Al no poder cumplir con ningún mandato o meta del superyó se opta por no querer emprender nada, puesto que cualquier cosa pondría de manifiesto la falta más importante. Ese limbo no es estático ni neutro en tanto que abre una brecha por la que, finalmente, habrá de colarse la temida mueca de la angustia.
Por lo tanto, tenemos que la esencia de la pereza consiste en una inhibición, producto de una derrota simbólica. Ardua y necesaria tarea será para el analista y su paciente identificar este proceso y acompañarlo hacia la recuperación del deseo por su deseo.